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El análisis de Jacques Lacan como paciente de Rudolph Loewenstein.



Jacques Lacan hizo su análisis con Rudolf Löwenstein en los años treinta en el marco de la formación psicoanalítica que proponía entonces la Sociedad Psicoanalítica de París. Comenzó a los 31 años su análisis con Loewenstein, quien era considerado el mejor psicoanalista del momento. Pero sólo duró seis años, ya que Lacan consideraba que Loewenstein no era lo suficientemente inteligente para analizarlo a él. A lo cual Loewenstein respondió que Jacques era inanalizable.


Aunque Loewenstein y Lacan hayan guardado silencio sobre el contenido real de aquella cura, se sabe hoy hasta qué punto fue tumultuosa. En el momento en que el hijo de Alfred Lacan se dirigió por primera vez al número 127 de la avenida de Versailles, tenía una opinión muy elevada de sí mismo, sabía rodearse de la mejor inteligencia parisina y había realizado los estudios más brillantes.



Además, se sabía superior a sus camaradas de promoción y a sus maestros de psiquiatría. En cuanto a los pioneros del movimiento psicoanalítico francés, los desdeñaba con soberbia, salvo por el interés de su carrera. Con excepción de Édouard Pichon, al que reivindicaba con fervor, no tenía mucha simpatía por los demás mayores que, no hace falta decirlo, no eran francos innovadores.


Lacan no aceptaba ningún rastro de autoridad ni sobre su ser ni sobre la reglamentación de sus deseos. No habiendo tenido que reconocer para nada la supremacía de un padre y no habiendo tenido que renunciar al menor de sus caprichos, estaba animado, en 1932, por una feroz voluntad de poder que la lectura entera y fecunda del Zaratustra de Nietzsche no podía sino hacer todavía más viva. Tanto más cuanto que se acompañaba de un soberano desprecio por la tontería ordinaria.


Lacan era una especie de antihéroe, no apto para la normalidad, prometido a la extravagancia e incapaz de obedecer a la multitud de los comportamientos ordinarios. De donde su apego excesivo a un discurso de la locura que era lo único que le permitía interrogar a la sinrazón del mundo.


Nada que ver con Rudolph Loewenstein, cuyo itinerario estaba inscrito entero en la historia del exilio, del odio, de la humillación. Al contrario de Lacan, ese hombre había conocido todas las vicisitudes de la opresión real. Como judío en primer lugar, en un imperio donde se aplicaba el numerus clausus; como emigrado después, sin patria ni frontera. Condenado a la errancia, obligado a aprender siempre varias lenguas, sabía a qué precio se paga la libertad.


No tenía pues necesidad de malbaratarla o de usar de ella con demasiada abundancia. En cada etapa del gran viaje había tenido que mirar sin ilusión los peligros por venir, sin más compañero que un pasaporte más o menos retorcido.


Cuando se instaló en Francia, creyó haber desembarcado en la última orilla. La Francia que él había soñado era un lugar de esperanza. Patria de los derechos del hombre, madre alimenticia de una República igualitaria, reinaba sobre Europa desde lo alto de su suntuosa elegancia y de su orgullosa inteligencia. ¿Qué importaba entonces la otra Francia, la de Maurras y de Rivarol, la del antisemitismo y de las ligas? Aquella Francia, Loewenstein no se dignó verla. Y sin embargo, quince años más tarde, lo obligará a un nuevo exilio hacia la América de las libertades.


Entre aquellos dos hombres tan diferentes existía un punto común: los dos eran materialistas, los dos habían aceptado la gran lección freudiana del universalismo, de la muerte de Dios y de la crítica de las ilusiones religiosas. Entre el cristiano de cepa, convertido en extraño a su propia genealogía a fuerza de mandar al demonio a sus antepasados vinagreros, y el judío asimilado, habría podido negociarse una paz entre valientes. No se negoció.


Lacan no había vacilado sobre la elección que debía hacerse. No sólo porque Loewenstein se había convertido, siete años después de su instalación en Francia, en el mejor didáctico de la Sociedad Psicoanalítica de Paris y el más representativo de ese bello horizonte freudiano al que aspiraba, sino también en razón de ese materialismo cuyos valores compartía.


Y cuando tenga que emprender un análisis de control, irá a buscar a otro didáctico de la misma obediencia: Charles Odier, suizo y protestante, formado en Berlín por dos hombres prestigiosos de la saga freudiana, Karl Abraham y Franz Alexander. Así es como Lacan, el católico del Aisne y del Loira, habrá sido iniciado en la práctica de la cura por un judío en exilio permanente y por un protestante cuyos antepasados habían huido de Francia después de la revocación del edicto de Nantes… Además, al orientarse hacia esos dos técnicos de pura línea ortodoxa, tomaba por maestros, mediante una generación intermediaria, a tres ilustres discípulos de Freud: Hanns Sachs, analista de su analista, vienés de origen, gran organizador en la IPA de los principios de la estandarización; Karl Abraham, primer analista de su controlador, especialista en las psicosis y fundador de la sociedad psicoanalítica de Berlín; Franz Alexander, finalmente, segundo analista de su controlador, analizado él mismo por Sachs y futuro inventor de una técnica de reducción del tiempo de las curas.


Curiosamente, Lacan mantendrá siempre en secreto su paso por el análisis de control, hasta el punto de que su yerno y sus allegados no oirían nunca hablar de él hasta que nos fuese revelado con certidumbre, en junio de 1982, por Germaine Guex, la cual por lo demás estaba persuadida de que Lacan había efectuado con Odier, una serie de análisis. Se cruzó con él a menudo a horas fijas, y durante varios meses, en la casa de aquel hombre del que se había convertido en compañera. ¿Era en 1935 o en 1937? Ya no se acuerda de las fechas con precisión. Todo inclina a creerse hoy que se trataba no de una cura -se desarrollaba con Loewenstein-, sino de una supervisión, que se había hecho casi obligatoria para los candidatos a partir de la creación en 1934 de un instituto semejante a los que estaban ya en actividad en las sociedades miembros de la IPA.


Que Lacan no haya creído conveniente más tarde dar a conocer sus pasos por el análisis de control no significa que éste no haya tenido lugar. Sin duda solo bastaba haber sido escuchado por un oído por lo menos para significar a sus contemporáneos que su situación de fundador no era la misma que la de Freud: él había sido analizado; y no en cualquier diván: en un diván ortodoxo y reglamentario. Bien sabía sin embargo que llegaría un día, después de su muerte, en que un historiador curioso descubriría, ya fuese por deducción lógica, ya fuese por el testimonio de un veterano de la saga freudiana, ese pequeño fragmento de verdad enterrado en su pasado. La memoria llega siempre a su destino.


Un abismo separaba pues a los dos hombres que se encontraron en el apartamento de la avenida de Versailles, varias veces por semana, durante seis años, de junio de 1932 a diciembre de 1938. Si Lacan concebía la libertad bajo el aspecto de un largo despliegue del deseo, Loewenstein la miraba de manera opuesta.


A sus ojos, su conquista no era sino la adquisición de un derecho, sino una necesaria victoria ganada sobre la intolerancia. Conociendo el precio que se paga por ella, por haberle faltado, no estaba dispuesto a sacrificarla al ejercicio del deseo. Más valía escatimarla sabiendo asignarle límites gracias a unas reglas a las que debe obedecer todo sujeto. Y las reglas, en el itinerario de aquel hombre que, en cada emigración, no hizo sino perder lo que creía haber ganado, eran las que había fijado la IPA para el “libre” ejercicio del psicoanálisis. Sacaban además su fuerza de su carácter supranacional, del hecho de que se habían impuesto, a partir de 1925, a todas las sociedades ipeístas.


Compuesto esencialmente de judíos de la Europa central, el imperio freudiano de entre las dos guerras formaba una especie de nación donde el uso de reglas y de costumbres conducía a la instauración de un igualitarismo unificador. Y si las reglas fueron transgredidas constantemente, no por ello dejaron de ser constitutivas de una arquitectura moral que permitió a la comunidad psicoanalítica existir a través de un lazo social y según un fundamento ético.


Puro técnico de la gran patria ipeísta, Loewenstein se sometía pues a la fe común sin renunciar a sus pasiones. Siendo el amante de una princesa de la que será más tarde el analista, después de haberlo sido de su hijo, transgredía las reglas de las que pretendía ser defensor. Y en eso se parecía a Lacan, su más peligroso rival. Pero, a diferencia de este último, creía a pies juntillas que la sumisión a las reglas servía al libre ejercicio del psicoanálisis freudiano, del que la IPA se había convertido en la tierra prometida. E incluso si estaba apegado a Francia hasta el punto de identificarse con la mayoría de sus valores republicanos, conservaba la certeza de que la SPP debía integrarse a cualquier precio en el gran movimiento de estandarización ipeísta.


Nada semejante para el hijo de Alfred Lacan. No aceptando internacionalismo salvo para satisfacer su inmensa curiosidad, no sentía ninguna necesidad de obedecer a la menor regla. A sus ojos, la IPA no era ni una patria ni una tierra prometida, sino una institución que aportaba a cada uno de sus miembros la garantía de una legitimidad freudiana. Sin ella, no era posible ninguna carrera en el movimiento psicoanalítico francés.


Puede juzgarse lo que fue “técnicamente” esa cura leyendo los dos textos fundamentales redactados por Loewenstein a propósito de la práctica psicoanalítica. El primero es un informe presentado la III conferencia de psicoanalistas de lengua francesa, celebrada en París el 20 de junio de 1928, y el segundo una conferencia pronunciada en la SPP en 1930 y titulada “Le tact dans la technique psychanalytique” (EI tacto en la técnica psicoanalítica). El autor definía allí la regla fundamental privilegiando la posición del inconsciente.


Después enunciaba las diferentes reglas a partir de las cuales se funda la investigación analítica:

- Obligación para el terapeuta de confiar en su memoria sin tener que tomar notas. - Necesidad de analizar las resistencias más que de partir en busca de lo reprimido. - Prohibición para el paciente de leer obras psicoanalíticas durante la duración de la cura. - Consejos finalmente sobre la duración de las sesiones, su número o sus retrasos.



La cuestión de la transferencia se enfocaba bajo el ángulo de sus polos positivo y negativo. El final de la cura intervenía cuando la transferencia positiva podía interpretarse, liberando así al paciente del dominio del analista. En cuanto a las reglas “morales”, Loewcnstein las abordaba para subrayar que la cura debía desarrollarse fuera de los lazos amistosos entre los protagonistas.

Fue pues esta técnica medida, racional, estandarizada la que aplicó a la cura de Lacan, ya hemos tenido ocasión de subrayar hasta qué punto perderá la paciencia frente a ese hombre que oscilaba permanentemente entre el frenesí de actuar y de conocer y la lentitud para construir y elaborar.


Loewenstein sólo hizo alusión una sola vez, por escrito, y de manera negativa, al problema de la cura de Lacan. Pero en muchas ocasiones manifestó su opinión a los que lo rodeaban: según él, el hombre era inanalizable. Sin duda, Lacan era inanalizable bajo tales condiciones transferenciales. Y Loewenstein no se mostró capaz de innovaciones suficientes para analizar a semejante hombre. ¿Cómo hubiera podido?


Por su lado, Lacan confió un día a Catherine Millot lo que pensaba de su cura: según él, Loewenstein no era bastante inteligente para analizarlo. ¡Cruel verdad!

Para ilustrar la significación esencial de ese momento de su historia contó una anécdota: un día que pasaba por un túnel al volante de su pequeño automóvil, vio un camión que venía derecho contra él. Decidió entonces seguir su ruta: el camión cedió el lugar. Participó a Loewenstein este incidente, tratando de hacerle tomar conciencia de lo que era la relación transferencial de ellos dos.


La lucha a muerte, de la que Lacan aprendía a alimentarse en el seminario de Kojeve, acabó de manera guerrera. No sólo el analizante alcanzó la titularidad contra la opinión de su analista, y con el apoyo de Pichon, sino que escapó del diván apenas pudo hacerlo, después de haber prometido permanecer en él.


Finalmente, se convirtió, para Francia, en el maestro y guía que no había sido Loewenstein. Durante toda la duración de su análisis, Lacan prosiguió su trabajo teórico en el exterior del medio psicoanalítico. Participaba ciertamente en debates internos de la SPP y frecuentaba a sus colegas, pero se alimentaba de un saber que escapaba a la comunidad freudiana de la época. Seguía pues siendo un marginal cuya evolución se observaba con desconfianza, con la idea afirmada sin cesar que aquel hombre no se parecía a un psicoanalista ordinario.


Después de haber construido su tesis entre espinosismo, fenomenología, surrealismo y psiquiatría dinámica, iba a llevar todavía más lejos su investigación filosófica de la obra freudiana, lo cual lo llevó a enunciar sus primeras hipótesis sobre el deseo, el estatuto del sujeto y el lugar de lo imaginario.


Entre fines del año 1932 y mediados del año 1936, es decir durante los cuatro primeros años de su análisis, Lacan no produjo ningún texto importante. Todo sucedió pues como si ese estado de no-producción fuese el síntoma de una gran mutación en el transcurso de la cual tuvo lugar el paso de la psiquiatría y del descubrimiento freudiano a una interpretación del freudismo que se abría sobre un verdadero sistema filosófico. Y con ello, ese período “vacío” funcionó como un “período de latencia” rico en acontecimientos privados, a través de los cuales se forjó su personalidad.


Referencias


Roudinesco, E. (1995) Jacques Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento. Fondo de cultura económica: Colombia. Recuperado de: https://monoskop.org/images/f/f9/Roudinesco_Elisabeth_Lacan_Esbozo_de_una_vida_historia_de_un_sistema_de_pensamiento.pdf


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